viernes, 6 de enero de 2017

EDIFICIOS & MONUMENTOS

El espacio es la característica diferencial de la Arquitectura, la que determina y le da especificidad, aunque no la única. Este espacio está contenido en unos límites (muros), que presentan unas ciertas características físicas, construidos con unos determinados materiales y con unas técnicas concretas, constituyendo, en fin, una realidad plástica palpable que, como en el caso de cualquier obra artística, presenta ciertas cualidades formales que pueden ser percibidas e interpretadas como si de un código, de un lenguaje se tratara. Al igual que el de la pintura y el de la escultura, el lenguaje arquitectónico nos comunica determinados mensajes: estamos frente a la significación de la obra, que podrá reducirse a la mera funcionalidad o bien alcanzar cotas más altas de comunicación y de significado al transmitirnos complejos y sutiles mensajes propagandísticos. Hablamos entonces de una Arquitectura simbólica, esto es, una Arquitectura cuya función radica en ser símbolo.

Como en todos los períodos históricos, hoy en día la mayor parte de las construcciones existentes centran sus esfuerzos en la consecución de la función utilitaria. No obstante, junto a estas edificaciones se han venido dando otro tipo de arquitecturas para las que la función preponderante es la simbólica. En algunos casos la función simbólica de la construcción tiene tal trascendencia que el edificio carece de cualquier otro sentido fuera de ella; diríamos que más que arquitectura es Monumento.

Tradicionalmente, la Arquitectura símbolo ha estado al servicio del poder político y eclesiástico. La que algunos estudiosos denominan «arquitectura de la autoridad» no se manifiesta por igual en todos los períodos históricos, sino que en algunos de ellos alcanza un mayor desarrollo. Así, los imponentes volúmenes característicos de los imperios de Próximo Oriente no eran sino la manifestación palpable del poder absoluto de sus gobernantes. Otros símbolos derivan de composiciones formales, como las puertas de acceso a las ciudades mesopotámicas, en las que el arco de medio punto entre las torres que las formaban era la representación de la bóveda celeste, símbolo subrayado por el uso de ladrillos vidriados en azul que recubrían toda la composición. Éste era el marco elegido por el soberano para sus apariciones públicas. Es fácil pensar, como señala Albert E. Elsen en la obra La arquitectura como símbolo de poder, que de este modo se reafirmaba la divinidad de su condición. El símbolo del arco pasó a Roma, que lo adoptó en los Arcos de Triunfo. Como ocurría en la arquitectura egipcia, la romana expresaba la fuerza del imperio y el poder de sus emperadores mediante construcciones de inmensas proporciones como, por ejemplo, las gigantescas Termas de Caracalla (111 d.C.) en Roma.

Durante la Edad Media, la Arquitectura civil representativa estaba al servicio de los príncipes y grandes señores, que hacían construir grandes castillos que abrumaban, al mismo tiempo que infundían seguridad, a sus vasallos. También al medievo pertenece el símbolo de las grandes torres unidas a los edificios de los comuni italianos, que tenían por finalidad comunicar que la ciudad que las había levantado era independiente; recordemos las torres del Palazzo Vecchio de Florencia o la torre de Mangia del Palazzo Comunale de Siena. 
 
En la arquitectura cristiana, los símbolos pueden encontrarse también en las plantas utilizadas para sus construcciones: así, las plantas medievales en forma de cruz son una alusión explícita a la Pasión de Cristo, mientras que las plantas circulares, propias del Renacimiento, son una referencia a la perfección e infinitud el Universo. Si los palacios florentinos, con su austera y maciza rotundidad, nos hablan del poder de la clase social que los erigió, las villas del Cinquecento revelan las características de los aristócratas comerciales que las idearon: refinadas residencias de recreo a la vez que efectivos y funcionales centros de trabajo agrícola en la Terra Ferma veneciana. Durante el Barroco, las arquitecturas de la monarquía y de la iglesia alcanzaron uno de sus puntos más elevados en cuanto a valor simbólico y propagandístico. Los grandes palacios europeos, como Versalles, ponían de manifiesto el inmenso poder del régimen absolutista, al tiempo que los templos contrarreformistas anunciaban y vendían los ideales del Concilio de Trento.
 
 

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